Ventana del calendario de adviento

el 20de diciembre

Un duende en Nueva York: La mágica travesía de Anton

Había una vez, en un pequeño y escondido pueblito del lejano norte, donde el aire era tan puro y claro que casi podía saborearse, dos alegres duendecillos navideños llamados Anton y Antonia. Era esa época del año en la que las noches se alargan, los días se acortan y las estrellas brillan como diamantes en el cielo. La Navidad estaba por llegar, y en cada ventana del pueblo resplandecían luces mientras el aroma de pan de jengibre recién horneado flotaba por el aire.

Anton, con su gorro rojo ligeramente torcido, y Antonia, con su cabello rizado bailando al ritmo del viento, compartían una alegría contagiosa. Una noche, mientras los copos de nieve caían suavemente sobre los tejados y un hechizo navideño envolvía todo, tuvieron una idea maravillosa.

“¡Volemos a ver el árbol de Navidad más grande del mundo!”, exclamó Anton. Antonia asintió emocionada y, juntos, se subieron a una nube blanca y esponjosa que flotaba en el cielo como algodón de azúcar. La luna les sonreía desde lo alto, y las estrellas cantaban una suave melodía navideña mientras volaban sobre montañas y valles.

Tras un viaje emocionante, llegaron al majestuoso Rockefeller Center en la ciudad de Nueva York. El enorme árbol de Navidad se alzaba hacia el cielo, con luces que brillaban como pequeños soles en la oscuridad. “¡Mira cuánta gente!”, exclamó Antonia maravillada. Observaron a cientos de rostros sonrientes patinando sobre la reluciente pista de hielo. Las risas y el tintinear de los patines llenaban el aire con una melodía festiva.

“¡Huele a almendras garrapiñadas!”, dijo Anton, mientras su estómago gruñía de felicidad. No podían resistirse. Bajaron de su nube y aterrizaron suavemente entre la multitud. El aroma a chocolate y canela los envolvió como una bufanda cálida.

Mientras recorrían el lugar, vieron a un pequeño niño que luchaba por dar su primer paso sobre el hielo. Anton sonrió y miró a Antonia: “¡Vamos a ayudarle!” Corrieron hacia el niño y, con paciencia y juego, le enseñaron a deslizarse con seguridad. Los ojitos del niño brillaban de felicidad: un momento lleno de magia navideña.

Cuando la noche comenzó a despedirse y las luces del árbol brillaban aún más intensamente, Anton y Antonia regresaron a su nube. “Fue la aventura más hermosa de todas”, susurró Antonia con una sonrisa serena. “Sí”, respondió Anton, “no hay nada más mágico que ver sonreír a alguien en Navidad.”

Y mientras flotaban suavemente de regreso por el cielo nocturno, supieron que la Navidad no es solo luces y regalos, sino alegría, generosidad y los momentos que compartimos con los demás.

Su aventura mágica terminó por ahora, pero en cada copo de nieve, la memoria de aquella noche seguía viva. ¿Y quién sabe? Tal vez Anton y Antonia ya estén volando rumbo a su próximo hechizo navideño…