Ventana del calendario de adviento
el 4 de diciembre
La historia navideña del duende Anton
El aire helado envolvía al pequeño pueblo de duendes como un velo suave y brillante. Sobre los techos nevados de las cabañas de colores, las estrellas brillaban como diminutos diamantes que esperaban los primeros rayos del sol para disipar la oscuridad. En medio de ese escenario encantador vivía Anton, un duende navideño recién estrenado, con un corazón tan grande como el enorme pino del centro del pueblo. Pero hoy todo era diferente.
El sol de la mañana se deslizó silencioso por el horizonte y dejó entrar su luz dorada por la ventanita de Anton. Sin embargo, nuestro querido duende dormía profundamente, arropado en su manta tibia que olía a galletas recién horneadas. Soñaba con regalos brillantes y niños felices, pero esa dulce imagen estaba a punto de desvanecerse: ¡había llegado el gran día de la Navidad y Anton se había quedado dormido!
De pronto, un sonido estridente rompió el silencio de la mañana: ¡era la bocina del duende Willy! “¡Ring, ring, ring!” Resonó en el aire como la risa de pequeños duendecillos y Anton despertó de un salto. “¡Oh no, llego tarde!”, pensó con pánico y salió disparado de la cama. Las luces de colores de las cabañas parecían animarlo mientras se ponía la gorrita y se calzaba sus botitas.
Al salir de su cabaña, le llegó el aroma de panecillos de canela recién horneados mezclado con el aire frío de la mañana invernal. La nieve crujía bajo sus pies, una melodía de emoción por la fiesta que se acercaba. Los demás duendes ya estaban muy ocupados: tallaban juguetes, envolvían regalos y cantaban alegres canciones sobre la magia de la Navidad.
Anton corrió hacia la plaza principal. Su corazón latía como un pequeño martillo de herrero, de tan nervioso que estaba. Al llegar, vio a los demás duendes trabajando con sonrisas radiantes.
“¡Miren, ahí está Anton!”, gritó la duende Mia con una gran sonrisa. “¡Nos diste un buen susto!”
“Quería tener todo listo a tiempo”, murmuró Anton con pena, pero no pudo evitar sonreír también. ¡Qué bonito era formar parte de esa comunidad tan alegre! Siguieron trabajando juntos, moviéndose al ritmo de su propia musiquita navideña y llenando el aire de risas y voces felices.
Las horas pasaron volando mientras cantaban y compartían galletas. Anton sintió un calorcito en el pecho: la dicha de estar juntos y la chispa de la ilusión navideña llenaban cada rincón de su alma. Y cuando cayó la tarde y el cielo se pintó de azul profundo, encendieron las luces multicolores del gran árbol de Navidad. Era un espectáculo tan hermoso como un cuento.
Se quedaron ahí juntos, rodeados de luz brillante y del aroma a galletas recién horneadas. Anton se sintió en casa; a pesar de haberse quedado dormido, no estaba solo, era parte de una familia de duendes que vivían la magia de la Navidad unidos.
Así terminó el día para Anton, no solo con el brillo de las luces sino con un profundo sentimiento de gratitud en su corazón. Porque a veces basta un pequeño susto matutino para redescubrir la magia de la vida y la alegría de la comunidad. Y si uno prestaba atención, podía escuchar la suave risa del encanto navideño resonando hasta bien entrada la noche.


