Ventana del calendario de adviento
el 22de diciembre
Una Aventura Navideña: Los Duendecillos Anton y Antonia en Heidelberg
Había una vez un pequeño pueblo cubierto de nieve al borde del Bosque de Navidad, donde vivían los duendecillos navideños. El aire estaba impregnado de un suave aroma a caramelo, que venía de las deliciosas galletas que reposaban sobre la gran mesa de la casita de los duendes. Entre todos los duendecillos trabajadores estaba Anton, un pequeño travieso con gorrito rojo y ojos grandes y brillantes, siempre listo para una nueva aventura. Su corazón comenzó a latir más rápido cuando su mejor amiga Antonia —una alegre duendecilla de trenzas rubias y gran amor por los copos de nieve brillantes— se acercó emocionada.
“¡Anton! ¿Ya escuchaste sobre la Navidad en Heidelberg?”, exclamó con entusiasmo, y sus ojos brillaban como estrellas en el cielo nocturno. “¡Otro duendecillo me contó que la ciudad parece un cuento de hadas en esta época!”
Anton casi no podía contenerse. La idea de luces centelleantes, gente sonriente y el aroma de almendras tostadas le hizo latir el corazón de emoción. “¡Vamos volando! ¡Tenemos que verlo con nuestros propios ojos!” Y así fue: con un salto alegre, montaron su nube blanca, fiel compañera de aventuras, y volaron rumbo a Heidelberg con un grito de alegría.
Al sobrevolar la ciudad, se abrió ante ellos una escena tan maravillosa que ni en los cuentos más mágicos se podría imaginar algo igual. El casco antiguo brillaba con un mar de luces de colores y los mercados navideños resplandecían como un enorme regalo bajo el cielo estrellado. El olor a vino caliente y salchichas recién asadas acariciaba sus narices y les abría el apetito.
“¡Mira allá!”, gritó Antonia, señalando el viejo puente que se alzaba majestuoso sobre el río. La vista del castillo de Heidelberg, iluminado y reflejado en el agua, les quitó el aliento. “¡Es tan hermoso!” Anton asintió emocionado, con un cosquilleo de alegría en el estómago.
Caminaron entre los puestos festivos, admirando regalos artesanales y delicados adornos navideños. Un vendedor sonriente les ofreció un ponche caliente: “¡Pruébenlo!”, dijo con una gran sonrisa. El primer sorbo fue como un abrazo al alma: dulce y especiado al mismo tiempo. Rieron con las historias divertidas de otros visitantes y se sintieron más vivos que nunca.
Pero mientras bailaban entre la atmósfera festiva, perdieron la noción del tiempo. De pronto, las sombras del atardecer comenzaron a cubrir el cielo. “¡Oh no! ¡Mira la hora!”, exclamó Anton alarmado. ¡Ya casi era hora de volver! La preocupación los invadió: ¿Cómo pudieron olvidarlo? ¡La Navidad estaba cerca y todos los duendecillos debían regresar a tiempo con Santa!
Con una última mirada a la mágica Heidelberg, saltaron a su nube. El viento silbaba en sus oídos mientras volaban de regreso al Bosque de Navidad con el corazón latiendo a mil. Justo a tiempo, llegaron al taller de Santa Claus. Él salió con una sonrisa amplia, y sus ojos brillaban como la nieve recién caída.
“¡Ah, mis pequeños aventureros! ¡Veo que todavía traen el brillo de Heidelberg en la mirada!”, dijo con una risa amable. Anton y Antonia no pudieron evitar reírse también —todas las preocupaciones se desvanecieron.
Y así, con mucha alegría, ayudaron a Santa a empacar los regalos para todos los niños del mundo y a cargarlos en su gran trineo. Sus corazones estaban llenos de recuerdos de aquel viaje maravilloso —un regalo perfecto para el alma.
En ese momento comprendieron que la Navidad no es solo dar y recibir, sino también una época de aventuras y amistad —no importa si eres un pequeño duendecillo navideño o un niño grande de corazón. Y la luz de la Navidad en Heidelberg siempre seguiría brillando en sus corazones.


